miércoles, 7 de abril de 2010

TODOS AYUDAMOS A CREAR EL TOTALITARISMO


Vivimos en un entorno moral contaminado.

Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos.


Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos.

Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas. Nos parecían recuerdos extraviados de una época ancestral, algo ridículos en la era de las computadoras y las naves espaciales.
Sólo unos pocos fuimos capaces de alzar nuestras voces para gritar que los poderes nunca deberían haber sido todopoderosos; que las granjas especiales, que producen alimentos ecológicamente puros y de la mejor calidad sólo para esos poderes, deberían haber enviado sus productos a escuelas, hogares infantiles y hospitales, ya que nuestra agricultura era incapaz de ofrecérselos a todo el mundo.

El régimen anterior -armado con su ideología arrogante e intolerante-redujo el hombre a una fuerza productiva y la naturaleza a una herramienta de producción. Al hacerlo, atacó tanto a la esencia misma de ambos como a la relación que los une. Redujo personas autónomas y de gran talento, que trabajaban con destreza en su propio país, a tuercas y tornillos de una maquinaria monstruosamente enorme, ruidosa y pestilente, cuyo significado real nadie comprende.
Esta no puede más que desgastarse lenta pero inexorablemente, tanto a sí misma como a todos sus tornillos y sus tuercas. Cuando hablo de un entorno moral contaminado, no hablo sólo de esos caballeros que comen verduras orgánicas y no miran al exterior desde su ventana. Hablo de todos nosotros.
Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros -si bien, naturalmente, en diferente grado-somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación.

¿Por qué digo esto?


Sería muy poco razonable entender el triste legado de los últimos cuarenta años como algo ajeno a nosotros, algo que nos ha dejado en herencia un pariente lejano. Por el contrario, debemos aceptar este legado como un pecado que cometimos contra nosotros mismos. Al aceptarlo como tal, comprenderemos que es responsabilidad nuestra, y de nadie más, hacer algo al respecto.

No podemos culpar de todo a los gobernantes anteriores, no sólo porque sería falso, sino también porque podría adormecerse el deber al que cada uno de nosotros se enfrenta hoy, es decir, la obligación de actuar con independencia, con libertad, de forma razonable y rápida.
No nos equivoquemos: el mejor gobierno del mundo, el mejor Parlamento y el mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros. Si somos conscientes de esto, todos los horrores que heredó la nueva democracia checoslovaca dejarán de parecernos tan terribles.

Si somos conscientes de esto, en nuestro corazón renacerá la esperanza. Al realizar el esfuerzo necesario para enderezar los asuntos de interés común, tenemos algo en qué apoyarnos. Estos últimos tiempos -y, en especial, las últimas seis semanas de nuestra pacífica revolución-han develado el enorme potencial espiritual, moral y humano, así como la cultura cívica, que estaban dormidos en nuestra sociedad bajo la máscara impuesta de la apatía.
Cada vez que alguien declaraba categóricamente que éramos esto o lo otro, yo siempre objetaba que la sociedad es una criatura muy misteriosa y que no es sabio confiar tan sólo en la cara que te presenta.
Me alegra ver que no me equivocaba. En todo el mundo, la gente se pregunta dónde encontraron los ciudadanos de Checoslovaquia, dóciles, humillados, escépticos y cínicos en apariencia, esa fuerza maravillosa para deshacerse de la carga del yugo autoritario en pocas semanas y de una forma pacífica y decente. Preguntémonos de dónde sacó la gente joven, que nunca había conocido otro sistema, el deseo de alcanzar la verdad, el amor por el pensamiento libre, sus ideas políticas, su valor cívico y su prudencia cívica. ¿Cómo fue que sus padres -esa generación que se consideraba perdida-se unieron a ellos? ¿Cómo es posible que tantísima gente supiera de forma inmediata qué hacer, y que ninguno de ellos necesitara consejos ni órdenes? Masaryk basó su política en la moralidad. Intentemos, en una nueva época y de una forma nueva, restaurar ese concepto de política. Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política debería ser la expresión del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad en lugar de la necesidad de engañarla o expoliarla.
Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política no sólo puede ser el arte de lo posible, en especial si esto implica el arte de la especulación, el cálculo, la intriga, los tratos secretos y las maniobras pragmáticas, sino incluso también el arte de lo imposible, el arte de mejorarnos a nosotros y mejorar el mundo.
Tenemos por delante unas elecciones libres y una campaña electoral. No permitamos que esta lucha mancille el rostro hasta la fecha limpio de nuestra apacible revolución. No permitamos que las simpatías del mundo, que tan de prisa nos hemos ganado, se pierdan con la misma rapidez enredándonos en la jungla de las escaramuzas por el poder. No permitamos que el deseo de servir a uno mismo prospere de nuevo bajo la bella máscara del deseo de servir al bien común. Lo que ahora importa de verdad no es qué partido, qué club o qué grupo prevalecerá en las elecciones. Lo importante es que los ganadores sean los mejores de entre nosotros, en el sentido moral, cívico, político y profesional, sea cual sea su afiliación política.
Las políticas y el prestigio futuros de nuestro Estado dependerán de las personalidades que seleccionemos y elijamos después para nuestros organismos representativos. En conclusión, me gustaría decir que quiero ser un presidente que hable menos y trabaje más. Ser un presidente que no sólo mire al exterior desde la ventanilla de su avión, sino que, en primer lugar y ante todo, esté siempre presente entre sus conciudadanos y los escuche con atención.
Puede que se pregunten con qué tipo de república sueño. Dejen que les responda: sueño con una república independiente, libre y democrática, una república económicamente próspera y, no obstante, socialmente justa. En pocas palabras, una república humana que sirva al individuo y que, por tanto, albergue la esperanza de que el individuo la sirva a ella a su vez. Una república de personas enteras, porque sin ellas es imposible solucionar ninguno de nuestros problemas, ya sean humanos, económicos, medioambientales, sociales o políticos.

El más distinguido de mis antecesores comenzó su primer discurso con una cita del gran pedagogo checo Comenio. Permítanme concluir mi primer discurso con mi propia paráfrasis de la misma afirmación: ¡Pueblo, han recuperado su gobierno!

Václav Havel - Discurso de investidura el 1 de Enero de 1990. La República Checa vuelve a ser Libre.